miércoles, 29 de enero de 2014

La vida del placard



Todos tienen un finado en el ropero. Erguido como un blandengue o ahorcado con una corbata cansado de esperar. Algunos están pateando la puerta listos para salir, mientras que otros simplemente están jugando con bolitas de naftalina, viendo con miedo, a los que tienen la boca tapeada con cinta, ya que no paran nunca de gritar.


Mi ropero, tu placard, nuestro closet, encierra el encarcelamiento de la personalidad, norma generalmente básica para ser sinónimo de defunción.


El muerto de Juan Carlos ya no toma. Por que Juan Carlos no lo deja, ya que cuando lo hace, el peso que genera en sus hombros es tan brutal, como la sed que mil desiertos pueden llegar a generar.

El muerto de Juan Carlos es garronero. Le tira la puerta abajo cuando el ya no tienen fuerzas para aguantar. Aparece, hace de las suyas y se va; dejando una estela de resaca, mil promesas no cumplidas, una nube de alcohol y unas futuras 90 reuniones de AA para tratar de encerrarlo y tirar la llave dentro del mar de la conciencia para tratar de hacer las cosas de un modo más normal.



A Clara le gusta el porro y a su muerto también. Según le dijo el finado,  la marihuana no genera adicción, pero es tanto lo que se anestesia su conciencia, que el no pensar en el pensar de las cosas, la absorbe al punto  que ya no puede parar. El muerto sale cuando duele, patea la puerta desmorruga y se queda ahí mirando la ventana mientras la vida pasa y se va.



El muerto de Gabriela grita por el cariño de aquel padre ausente. Siempre se tira arriba de los novios llegando al cenit de la alienación. El muerto de Gabriela se proyecta. El muerto de Gabriela se hace el superado,  cada vez que el sexo casual a las 3 de la mañana  se transforma en las ganas infinitas de recibir un te quiero del corazón. Según dicen, el muerto de Gabriela tiene forma de cruz y se acomoda en su espalda al caminar.



Hay días que la tormenta del ropero es tal, que las montañas se desmoronan y el alud de fango nos tapa de tal manera que ni el que encontró  a Wally nos puede llegar a hallar.



Hoy por suerte duermo tranquilo por qué sé que Clara, Gabriela y Juan Carlos están en el ropero, pero por suerte me voy a mudar.

viernes, 3 de enero de 2014

De camino a la iglesia



Apoyo su mano derecha sobre la pared y miro su dedo índice recordando que no debía comerse más el pellejito de los dedos,  por que después le ardía como la mierda.


Después de terminar de hacer sus necesidades,  corta un pedazo de papel higiénico y limpia cuidadosamente lo que no llego a destino.


Tira la cisterna.


Baja la tapa celeste del wáter.


Nunca le gustó esa tapa, nunca les gustaron las cosas que parecían estar fuera de lugar como esa tapa celeste. Los azulejos eran verdes con motivos negros, sino estaba en la tapa del libro estaba en el prólogo, la tapa celeste no combinaba con los azulejos verdes.


Se da media vuelta.


Le llama la atención el muñequito de goma rojo con los brazos abiertos que estaba pegado en la pared. Los brazos abiertos ayudaban a sostener los dos cepillos de dientes.


Uno amarillo, el otro azul bolita.


Se mira en el espejo y se convence que el bigote le daba más edad, pero pensaba que le quedaba estupendo.


El jabón le hace arder el dedo índice, recordándole nuevamente que no debe de comerse más los pellejitos de los dedos.


Se seca con una toalla de dudosa ablución y sale del baño de Javier Fontán.


Al salir mira por el rabillo del ojo, ve el saco del novio arriba del sillón de la abuela beba, heredado después de que la veterana pasó a mejor vida.


Atrás de la mesa ratona se asoma el abdomen de Javier Fontán empapado en un rojo carmesí.


Javier Fontán se había topado con la muerte.


La rígida y única muerte que puede encontrar un ser humano.


Con tres pasos atraviesa el pasillo y se va.

Sacó cuentas y le quedaban 45 minutos de ómnibus para llegar a la Iglesia San José de la Montaña. 

Ahí estaba Carlos el padre de Clara, a quien iba a decirle que Ismael no iba a llegar a la ceremonia, tal como el don lo había solicitado.