martes, 4 de noviembre de 2014

Es hora

Es hora de tratar de ver el cielo atrás de toda esas fantasmagóricas promesas paganas prodcuto de estos tiempos electorales.

Es hora de tratar de entender que las cosas no dichas nunca suman sino que al revés, siempre restan.

Es hora de mirarte y decirte lo que siento y es hora de que entiendas que si bien las palabras muchas veces vuelan con el viento, en este caso están tan simentadas en mi alma, que no se van a mover.

Es hora de tratar de ver lo equívoco de mis actos y acciones, resumir, sumar y restar, pata terminar pasando raya y ver que lo negativo del ejercicio de mi ser sigue gritando y protestando para que se abran las puertas de la boveda celeste de tus pensamientos, para poder ser la pieza faltante de ese puzzle que no se arma.

Es hora de ver que cuando el cuerpo y el alma pasan factura hay que prestar atención y ver que la exponensiada soledad no es mas que otra moneda que cayó y hoy vale lo mismo que un maldito patacón.

Tu hora, mi hora, nuestras horas pasan separadas por la distancia que en un momento nuestro cielo unió.

Tus horas, mis horas, nuestras horas pasan. Separadas. Y hoy solo pienso en reventar.

jueves, 5 de junio de 2014

La palabra ausencia



Sin tratar de ser demagogo, cada vez que escucho o utilizo la palabra ausencia, me acuerdo de vos. 


Sin ser demagogo tampoco, cada vez que escucho o utilizo esa palabra parte de mi cerebro piensa en que me dejaste tirado.


Honestamente pocas veces lo hago, pero hoy, miro mas allá de la punta de mi nariz y veo que no solamente a mi me dejaste tirado, sino también a un montón de gente más.


Pero esto no es así. No fue culpa de nadie, como algunos lo titulan fue simplemente una fatalidad.


Y las fatalidades son así. Te arrancan las cosas de cuajo y así fue que nos pasó 25 años atrás.


Hoy, va mañana en realidad, se va a cumplir un cuarto de siglo desde que te fuiste y la verdad desde que no estás en este plano, creo que es la primera vez que me pregunto qué pensarías tu sobre cómo están las cosas que quedaron más acá.


Se te extraña un mundo Carlitos, solo el tamaño de tu ausencia se puede asemejar al "cuanto" de ese extrañe.


Nos vemos pronto. Abrazo enorme.

miércoles, 29 de enero de 2014

La vida del placard



Todos tienen un finado en el ropero. Erguido como un blandengue o ahorcado con una corbata cansado de esperar. Algunos están pateando la puerta listos para salir, mientras que otros simplemente están jugando con bolitas de naftalina, viendo con miedo, a los que tienen la boca tapeada con cinta, ya que no paran nunca de gritar.


Mi ropero, tu placard, nuestro closet, encierra el encarcelamiento de la personalidad, norma generalmente básica para ser sinónimo de defunción.


El muerto de Juan Carlos ya no toma. Por que Juan Carlos no lo deja, ya que cuando lo hace, el peso que genera en sus hombros es tan brutal, como la sed que mil desiertos pueden llegar a generar.

El muerto de Juan Carlos es garronero. Le tira la puerta abajo cuando el ya no tienen fuerzas para aguantar. Aparece, hace de las suyas y se va; dejando una estela de resaca, mil promesas no cumplidas, una nube de alcohol y unas futuras 90 reuniones de AA para tratar de encerrarlo y tirar la llave dentro del mar de la conciencia para tratar de hacer las cosas de un modo más normal.



A Clara le gusta el porro y a su muerto también. Según le dijo el finado,  la marihuana no genera adicción, pero es tanto lo que se anestesia su conciencia, que el no pensar en el pensar de las cosas, la absorbe al punto  que ya no puede parar. El muerto sale cuando duele, patea la puerta desmorruga y se queda ahí mirando la ventana mientras la vida pasa y se va.



El muerto de Gabriela grita por el cariño de aquel padre ausente. Siempre se tira arriba de los novios llegando al cenit de la alienación. El muerto de Gabriela se proyecta. El muerto de Gabriela se hace el superado,  cada vez que el sexo casual a las 3 de la mañana  se transforma en las ganas infinitas de recibir un te quiero del corazón. Según dicen, el muerto de Gabriela tiene forma de cruz y se acomoda en su espalda al caminar.



Hay días que la tormenta del ropero es tal, que las montañas se desmoronan y el alud de fango nos tapa de tal manera que ni el que encontró  a Wally nos puede llegar a hallar.



Hoy por suerte duermo tranquilo por qué sé que Clara, Gabriela y Juan Carlos están en el ropero, pero por suerte me voy a mudar.

viernes, 3 de enero de 2014

De camino a la iglesia



Apoyo su mano derecha sobre la pared y miro su dedo índice recordando que no debía comerse más el pellejito de los dedos,  por que después le ardía como la mierda.


Después de terminar de hacer sus necesidades,  corta un pedazo de papel higiénico y limpia cuidadosamente lo que no llego a destino.


Tira la cisterna.


Baja la tapa celeste del wáter.


Nunca le gustó esa tapa, nunca les gustaron las cosas que parecían estar fuera de lugar como esa tapa celeste. Los azulejos eran verdes con motivos negros, sino estaba en la tapa del libro estaba en el prólogo, la tapa celeste no combinaba con los azulejos verdes.


Se da media vuelta.


Le llama la atención el muñequito de goma rojo con los brazos abiertos que estaba pegado en la pared. Los brazos abiertos ayudaban a sostener los dos cepillos de dientes.


Uno amarillo, el otro azul bolita.


Se mira en el espejo y se convence que el bigote le daba más edad, pero pensaba que le quedaba estupendo.


El jabón le hace arder el dedo índice, recordándole nuevamente que no debe de comerse más los pellejitos de los dedos.


Se seca con una toalla de dudosa ablución y sale del baño de Javier Fontán.


Al salir mira por el rabillo del ojo, ve el saco del novio arriba del sillón de la abuela beba, heredado después de que la veterana pasó a mejor vida.


Atrás de la mesa ratona se asoma el abdomen de Javier Fontán empapado en un rojo carmesí.


Javier Fontán se había topado con la muerte.


La rígida y única muerte que puede encontrar un ser humano.


Con tres pasos atraviesa el pasillo y se va.

Sacó cuentas y le quedaban 45 minutos de ómnibus para llegar a la Iglesia San José de la Montaña. 

Ahí estaba Carlos el padre de Clara, a quien iba a decirle que Ismael no iba a llegar a la ceremonia, tal como el don lo había solicitado.